La Década de la Educación para el Desarrollo Sostenible (EDS) se propone impulsar una educación solidaria que contribuya a una correcta percepción del estado del mundo, que sea capaz de generar actitudes y compromisos responsables, y que prepare a los ciudadanos para una toma de decisiones fundamentadas dirigidas al logro de un desarrollo culturalmente plural, socialmente justo y ecológicamente sostenible, que supere las posiciones antropocéntricas clásicas y que esté orientada a la búsqueda de modelos más comprensivos e inteligentes de interacción con los ecosistemas. En el texto* se intenta hacer un análisis crítico de los fundamentos, de los marcos conceptuales y de los principios de procedimiento en los que se inspira el Plan Internacional de aplicación del Decenio de las Naciones Unidas de la EDS, propuesto por la UNESCO para la implantación de dicho Decenio.
La educación ambiental tiene un reto a la hora de abordar diagnósticos amplios que permitan objetivar los avances y evaluar los resultados de las acciones a corto, medio y largo plazo, teniendo en cuenta los distintos contextos o marcos de referencia posibles.
Pero, en mi opinión, antes de entrar a participar en este juego habría que ver si es pertinente formar parte de un plan que establece unos fundamentos vagos que, en realidad, esconden una concepción del desarrollo claramente asociada a la idea de crecimiento, aun cuando la adornen con bonitos adjetivos.
Hagamos una breve recapitulación. A partir de los años 60 empezaron a hacerse evidentes los problemas ecológicos que estaba creando el fuerte crecimiento económico iniciado tras la posguerra. Mientras los poderosos aceptaban las premisas del neoliberalismo, las ideas ecologistas fueron teniendo cada vez más aceptación entre la sociedad. Los gobiernos de los países más industrializados se empezaron a ver presionados por la opinión pública para desarrollar una política ambiental. La economía ortodoxa no pudo seguir manteniendo la supuesta incompatibilidad entre economía y ecología, porque ello supondría la necesidad de sustituir el modelo económico por otro. Como este planteamiento resulta inaceptable para los defensores del sistema, se comenzó a defender la compatibilidad entre crecimiento ilimitado y protección de la naturaleza.
Así fue como nació el concepto de “desarrollo sostenible”. En las primeras páginas del Informe Brundtland lo exponen con meridiana claridad: “Lo que se necesita ahora es una nueva era de crecimiento económico, crecimiento que sea vigoroso y a la vez social y ambientalmente sostenible” (Our Common Future, Brundtland 1987, pág. 2). Y así lo usan, por tanto, los distintos organismos internacionales que asimilan el concepto: “La colaboración internacional constituye una inversión fundamental en el desarrollo humano, y su rentabilidad puede medirse por el potencial humano que resulta de la prevención de enfermedades y de muertes evitables (…), y de la creación de condiciones para conseguir un crecimiento económico sostenido” (Human Development Report, UNDP 2005, pág. 3).
Por tanto, y más allá de las sucesivas y posteriores interpretaciones a cargo de otros autores que intentan atraer el concepto hacia sus propias consideraciones, podemos observar que la concepción internacional, ideológica y políticamente, de este término está inevitablemente asociada a la idea de crecimiento.
¿Y es esto posible? Es decir, ¿es posible un modelo de desarrollo que se base en el crecimiento sostenible? ¿Y es posible la sostenibilidad en una sociedad que busca el crecimiento?
Es posible, quizás, mantener un crecimiento sostenible de cosas no materiales, pero nuestros modelos socioeconómicos se basan en crecientes inputs de materias y energía, lo que se traduce en un consumo creciente de recursos y en un aumento consiguiente de impactos en un planeta, recordémoslo, finito.
Además, los modelos económicos humanos, aunque en la práctica nadie lo ponga de manifiesto, constituyen un subsistema del sistema más general formado por la economía de la naturaleza, de la ecología, y no al revés, como muchos economistas ortodoxos parecen propugnar. Un modelo realmente sostenible sólo puede funcionar a largo plazo cuando se comporta igual que un ecosistema natural, en un reciclaje continuo de recursos y alimentándose con la fuente inagotable, a escala humana, claro, de la energía solar. Y, por supuesto, sin la búsqueda del crecimiento como un objetivo en sí mismo.
Así pues, ¿qué evaluar cuando los objetivos no están claros? ¿Cómo evaluar cuando nos basamos en un marco fundamentado en la falacia? ¿Cómo valorar los planes de acción si ni siquiera están claros los acuerdos de mínimos?
Lo cierto es que el resultado de cualquier programa de desarrollo que no abandone las ansias de crecimiento es la insostenibilidad. Y será así incluso en el caso de que el programa incluya la palabra “sostenible”. El uso frecuente del adjetivo “sostenible” no es suficiente para crear una sociedad sostenible, y enmarcar la educación en estos términos, como mínimo inexactos y confusos, no creo que la haga verdaderamente útil para los retos que afrontamos. Corremos el riesgo de estar trabajando para contaminar menos simplemente para poder contaminar más tiempo. La educación ambiental es una herramienta fundamental para promover, de forma crítica y contextualizada para cada lugar y cada comunidad, el cambio de modelo necesario para afrontar el futuro de forma justa con toda la humanidad y con el planeta. Pero para ello es necesario tener claro qué es lo que hay que cambiar a nivel global.
La educación ambiental tiene un reto a la hora de abordar diagnósticos amplios que permitan objetivar los avances y evaluar los resultados de las acciones a corto, medio y largo plazo, teniendo en cuenta los distintos contextos o marcos de referencia posibles.
Pero, en mi opinión, antes de entrar a participar en este juego habría que ver si es pertinente formar parte de un plan que establece unos fundamentos vagos que, en realidad, esconden una concepción del desarrollo claramente asociada a la idea de crecimiento, aun cuando la adornen con bonitos adjetivos.
Hagamos una breve recapitulación. A partir de los años 60 empezaron a hacerse evidentes los problemas ecológicos que estaba creando el fuerte crecimiento económico iniciado tras la posguerra. Mientras los poderosos aceptaban las premisas del neoliberalismo, las ideas ecologistas fueron teniendo cada vez más aceptación entre la sociedad. Los gobiernos de los países más industrializados se empezaron a ver presionados por la opinión pública para desarrollar una política ambiental. La economía ortodoxa no pudo seguir manteniendo la supuesta incompatibilidad entre economía y ecología, porque ello supondría la necesidad de sustituir el modelo económico por otro. Como este planteamiento resulta inaceptable para los defensores del sistema, se comenzó a defender la compatibilidad entre crecimiento ilimitado y protección de la naturaleza.
Así fue como nació el concepto de “desarrollo sostenible”. En las primeras páginas del Informe Brundtland lo exponen con meridiana claridad: “Lo que se necesita ahora es una nueva era de crecimiento económico, crecimiento que sea vigoroso y a la vez social y ambientalmente sostenible” (Our Common Future, Brundtland 1987, pág. 2). Y así lo usan, por tanto, los distintos organismos internacionales que asimilan el concepto: “La colaboración internacional constituye una inversión fundamental en el desarrollo humano, y su rentabilidad puede medirse por el potencial humano que resulta de la prevención de enfermedades y de muertes evitables (…), y de la creación de condiciones para conseguir un crecimiento económico sostenido” (Human Development Report, UNDP 2005, pág. 3).
Por tanto, y más allá de las sucesivas y posteriores interpretaciones a cargo de otros autores que intentan atraer el concepto hacia sus propias consideraciones, podemos observar que la concepción internacional, ideológica y políticamente, de este término está inevitablemente asociada a la idea de crecimiento.
¿Y es esto posible? Es decir, ¿es posible un modelo de desarrollo que se base en el crecimiento sostenible? ¿Y es posible la sostenibilidad en una sociedad que busca el crecimiento?
Es posible, quizás, mantener un crecimiento sostenible de cosas no materiales, pero nuestros modelos socioeconómicos se basan en crecientes inputs de materias y energía, lo que se traduce en un consumo creciente de recursos y en un aumento consiguiente de impactos en un planeta, recordémoslo, finito.
Además, los modelos económicos humanos, aunque en la práctica nadie lo ponga de manifiesto, constituyen un subsistema del sistema más general formado por la economía de la naturaleza, de la ecología, y no al revés, como muchos economistas ortodoxos parecen propugnar. Un modelo realmente sostenible sólo puede funcionar a largo plazo cuando se comporta igual que un ecosistema natural, en un reciclaje continuo de recursos y alimentándose con la fuente inagotable, a escala humana, claro, de la energía solar. Y, por supuesto, sin la búsqueda del crecimiento como un objetivo en sí mismo.
Así pues, ¿qué evaluar cuando los objetivos no están claros? ¿Cómo evaluar cuando nos basamos en un marco fundamentado en la falacia? ¿Cómo valorar los planes de acción si ni siquiera están claros los acuerdos de mínimos?
Lo cierto es que el resultado de cualquier programa de desarrollo que no abandone las ansias de crecimiento es la insostenibilidad. Y será así incluso en el caso de que el programa incluya la palabra “sostenible”. El uso frecuente del adjetivo “sostenible” no es suficiente para crear una sociedad sostenible, y enmarcar la educación en estos términos, como mínimo inexactos y confusos, no creo que la haga verdaderamente útil para los retos que afrontamos. Corremos el riesgo de estar trabajando para contaminar menos simplemente para poder contaminar más tiempo. La educación ambiental es una herramienta fundamental para promover, de forma crítica y contextualizada para cada lugar y cada comunidad, el cambio de modelo necesario para afrontar el futuro de forma justa con toda la humanidad y con el planeta. Pero para ello es necesario tener claro qué es lo que hay que cambiar a nivel global.
*Este escrito es un comentario crítico sobre el texto "Educación para el desarrollo sostenible: evaluación de retos y oportunidades del decenio 2005-2014", de J. Gutiérrez, J. Benayas y S. Calvo.
Estimado Miguel, esto es un caballo desbocado, pero desgraciadamente si hay una posibilidad para volver a la senda del crecimiento sostenible. Consiste en reducir de forma drástica y rápida el número de humanos por km. cuadrado.
ResponderEliminarCualquier día y con cualquier excusa nos montarán la "fiesta" y de nuevo las fábricas rugirán y habrá trabajo para todos.