El verano pasado envié un relato para participar en el certamen que organizaba Ecologistas en Acción sobre relatos ecotópicos (que buscan vislumbrar un futuro esperanzador con respecto a los retos ambientales). El 15 de diciembre por fin dieron los premios y mi relato no fue elegido, tampoco entre los finalistas. En cualquier caso, estaba esperando la resolución para compartirlo. Espero que os guste.
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El legado
El polvo danzaba entre los rayos de sol que se colaban por el patio de la casa de mi abuela, envolviendo un sinfín de cajas apiladas. Mi madre y yo estábamos inmersas, días después de su fallecimiento, en la triste tarea de vaciar el que había sido su hogar durante la mayor parte de su vida. Estábamos clasificando todo de la forma más eficiente que podíamos, para aprovechar lo aprovechable, donar lo que alguien pudiera aún usar, principalmente ropa, y gestionar adecuadamente todo lo demás para su reciclado. Cada objeto que sacábamos y evaluábamos parecía susurrar una historia para mi madre, y el aire olía a naftalina y a un pasado que, lo comprendía con más claridad cada minuto que transcurría, yo apenas conocía.
—Mira esto, mamá —dije, levantando una vieja mochila de tela, descolorida y con algunos parches de viajes —. Parece de excursionismo.
Mi madre sonrió tristemente, acariciando la tela. —Lo es, cariño. Esta mochila la acompañó en el que decía que fue el viaje más importante de su vida. Fue el verano de 2029, el verano del Gran Traslado al Norte.
Fruncí el ceño. —¿Gran Traslado? ¿Eso qué es?
Ella suspiró, sentándose en un viejo baúl de madera. —España estaba en plena toma de conciencia contra el cambio climático. Las olas de calor en el sur eran insoportables y en Córdoba y otras ciudades y pueblos había cada vez más muertes debidas a las altas temperaturas. Tras años de cierta parálisis a pesar de sufrir grandes inundaciones o enormes incendios, entre el otoño 2028 y la primavera de 2029 se organizaron grandes movilizaciones exigiendo una verdadera adaptación al cambio climático y una disminución mucho más acelerada de las emisiones de gases de efecto invernadero. Numerosas sentadas, cortes de carreteras y acciones no violentas por toda España, lideradas por jóvenes como tu abuela, tuvieron eco en todo el mundo. Y forzaron una reacción del gobierno, con un plan muy completo de medidas, la mayoría de ellas las demandadas por los activistas. Una, en especial, muy rompedora.
—¿Rompedora? —pregunté levantando mi ceja izquierda—.
—Sí, pero vamos a meternos en el salón y te sigo contando con el aire acondicionado, que empieza a apretar el calor —comentó mi madre mientras se levantaba. Ya de nuevo sentadas, continuó—. El gobierno y las comunidades autónomas se pusieron de acuerdo para poner en marcha un programa que consistía en ofrecer a toda persona interesada hasta dos meses de residencia en municipios del norte, usando muchas de las casas vacías de pueblos casi deshabitados de Galicia, Asturias y Cantabria. Allí recibirían formación teórica y práctica sobre adaptación climática y participarían en la vuelta a la vida de aquellos pueblos y campos.
—¿Y la abuela fue? —pregunté emocionada—.
—Claro —dijo con seguridad mi madre—. Fueron cientos de miles. Los grupos que más se apuntaron fueron jóvenes, muchísimos de Andalucía, y personas desempleadas. Aunque también había profesionales ya jubilados que querían aportar su conocimiento o gente que se cogió vacaciones o una excedencia solo para poder participar.
Mi mente adolescente intentaba imaginar a mi abuela, la misma que me leía cuentos y me preparaba el mejor salmorejo, como una joven activista aventurera. —Guau. ¿Y qué hicieron exactamente allí?
Mi madre sonrió. —Según me contó, la abuela y los demás vivieron en campamentos sostenibles, construidos por ellos mismos con materiales reciclados, rodeados de bosques que el programa 'Pulmones Verdes' había ayudado a restaurar. A ella la enviaron a un pueblecito gallego en un entorno precioso, pero que años atrás había sufrido un gran incendio. Se movían por la zona andando, a caballo o en bicicletas. Por las mañanas, aprendían sobre permacultura y cómo cultivar en poco espacio y con poca agua. Por las tardes, participaban en proyectos de restauración ecológica: limpiaban ríos, plantaban árboles o aprendían conceptos clave de ecología, botánica, adaptación urbana... Tu abuela siempre decía que sentía que era parte de algo enorme, que estaban empujando con todas sus fuerzas hacia un futuro que para mucha gente parecía ya imposible.
Mientras mi madre hablaba, había sacado una pequeña caja de madera. Dentro, entre otros objetos, había una foto borrosa de dos jóvenes sonrientes, enseñando las manos manchadas de tierra. —Y este sería el abuelo, ¿no? —pregunté, señalando la foto. Lo dije con mucho cuidado. Sabía que para mi madre era un tema delicado, ya que falleció cuando ella era aún una niña.
Mi madre miró la imagen, y una sonrisa emocionada apareció en su rostro. —Tu abuelo... lo conoció allí. Él era de Valencia, y se conocieron en uno de esos talleres de permacultura. Tu abuela contaba que él era un desastre con las herramientas, pero que tenía una chispa en los ojos y una curiosidad insaciable. Pasaban horas hablando, no solo de plantas, sino de la sociedad y de sus sueños para el planeta y para su futuro. Recuerdo que ella me contó que una tarde, mientras limpiaban un tramo de río, vieron nutrias. Él le dijo: “Esto es lo que estamos salvando, ¿verdad? No solo es por el maldito calor, sino por la posibilidad de ver algo tan hermoso”. Y ella supo que lo quería en su vida.
—¿Se enamoraron mientras plantaban árboles? —bromeé, intentando tragar un nudo en la garganta.
—No solo eso —continuó mi madre, con un brillo en los ojos—. Las noches en Galicia eran mágicas. Se reunían alrededor de hogueras, bajo un cielo lleno de estrellas que en las ciudades ya no se veían. Cantaban, compartían historias, se ilusionaban con sueños que, antes de ese verano, veían como algo inalcanzable. Tu abuela me contó una noche en particular. Habían pasado el día construyendo un pequeño dique para evitar la erosión del suelo, o algo así. Estaban agotados, pero felices. Tu abuelo se sentó a su lado y compartieron pan de maíz. Hablaron de cómo la gente se estaba adaptando, de las ciudades transformándose con tejados verdes y huertos urbanos. Él le contó sobre los corredores verdes en Valencia, y ella sobre los refugios climáticos en Córdoba. Se dieron cuenta de que, aunque venían de lugares diferentes, compartían la misma esperanza y pasión por un futuro sostenible. Me confesó hace años, hablando como ahora yo contigo, que fue bajo ese cielo gallego de verano, mientras la hoguera se iba apagando, que sus manos se encontraron por primera vez. Un simple roce. Pero fue el inicio de todo, Espe. El inicio de la relación y de la lucha que te hizo posible.
Ambas nos miramos sonriendo y con lágrimas en las mejillas. Mi madre volvió a meter la mano en la caja y extrajo otro objeto, una flor lila dentro de una resina transparente sobre la que se podía leer una palabra. —¿Na-mo-re-i-ra? ¿Namoreira? —leí con cierta dificultad—.
Mi madre me la pasó mientras me hablaba. —La abuela me dijo que, el día anterior a volver a casa, ambos se intercambiaron la misma flor. Creo que en la cultura popular gallega es una planta que tiene relación con ciertos rituales o creencias relacionadas con el amor. Solo años después pudieron estar juntos y esta flor los acompañó mientras tanto.
Dejé la flor y miré la foto de nuevo, ahora con otros ojos. No era tan solo el relato de amor de mis abuelos Julia y Juan. Se trataba también de la historia de cómo una generación había soñado y se había esforzado para lograr el mundo en el que yo vivía ahora. Ese día me noté más unida que nunca a mi madre. Cuando acabamos la tarea en aquella casa, ya tan vacía, yo me sentía muy llena de un legado que me prometí honrar durante el resto de mis días.
Precioso
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