El dominio de la distancia ha traído consigo una reevaluación del espacio: la mirada se dirige hacia parajes lejanos, más allá del vecindario y el sentido del mundo espacial inmediato ha disminuido. Aun así, el atractivo de lo distante es adquirido a un alto costo, el del demérito de lo próximo. Eso que se gana con la lejanía muchas veces se pierde en lo cercano: en pueblos y en las colonias de ciertas ciudades las oportunidades para hacer compras, reparaciones, encontrarse con conocidos o simplemente para dejarse llevar por el movimiento del mundo han disminuido. Para las personas mayores se ha vuelto más complicado visitar al médico, los niños ya no tienen campos ni arroyos en donde jugar y las amas de casa están abandonadas en comunidades de recámara.
El “vaciamiento” de los pueblos y la “desolación” de los centros urbanos se han convertido ya en clichés, formados en la estela que deja la avidez del automóvil por la distancia. La parte de la sociedad que es visible con nuestros propios ojos, accesible con nuestros propios pies, cada vez es más pequeña. Nada sucede en la colonia: la tienda ha capitulado en favor del centro comercial a las afueras de la ciudad; el sastre local ha perdido clientes frente a la tienda departamental; quienes anhelan una caminata suben a sus autos y se dirigen a las veredas alejadas de la ciudad; y ahora hay una escuela de manejo en el lugar que ocupaba el bar de la esquina. El área local, en algún momento dominada con una caminata o en bicicleta, se ha diluido y ofrece cada vez menos lugares de interés. El tejido social que se mantenía unido por la caminata se desgarra. Visto así, uno se topa con una paradoja: la motorización de la sociedad, el proyecto de accesibilidad rápida para todos ha alejado una parte importante del mundo y la ha hecho –especialmente para aquellos sin auto–, menos accesible que antes. En paralelo a la movilidad de lo motorizado, emergió la inmovilidad de lo no motorizado.
Pero aún hay más: la cercanía más inmediata, con sus recodos y sus callejones, su necia particularidad, está impidiendo el paso. Pone freno a la velocidad de aquellos que, exhibiendo su propulsión motorizada, quieren acelerar por la ruta más rápida hacia sus objetivos lejanos. Precisamente donde las colonias estaban hechas para los derroteros cortos y sinuosos de los peatones (ese era, claro, el sentido detrás de la estructura de una ciudad medieval, con su apretada trama de calles estrechas), es ahora donde las cosas son empujadas, excavadas, aplanadas y unificadas hasta que el parque se convierte en una avenida y la plaza pública en un estacionamiento. Adentrarse en la línea más recta posible es lo que cuenta. Se ha declarado la guerra a los nichos y los patios, a las callejuelas y los pequeñas plazas. Se ha declarado la guerra a esos lugares donde la textura sutil de las relaciones vecinales se manifestaba arquitectónicamente. Debido a la arrogante mirada de la distancia, el espacio vital de la inmediatez se degrada a una mera avenida, al espacio muerto entre el principio y el final; el punto es atravesar este espacio en el menor tiempo posible.
Los resultados de este iracundo pasaje se ven por todos lados. En las calles que, hasta hace no mucho, estaban embellecidas con árboles y franqueadas por tienditas y cafés, pobladas de niños en juego y vecinos en conversación, abuelos dormitantes y paseantes apurados, ahora hay metal, concreto y un tumulto infinito. El espacio disponible para los niños en particular se ha reducido de manera tan drástica que ahora la admonición “¡Vete a tu cuarto!” ha venido a sustituir el antiguo “¡Salte de aquí!”
Los espacios para la vida urbana se han convertido en carreteras con áreas de descanso. Construidas originalmente para crear conexiones veloces entre la gente, las calles han llevado en cambio a la separación. Porque cada nuevo camino atraviesa no sólo áreas residenciales, también atraviesa las redes de contacto y se pueden convertir en un obstáculo insuperable, para los niños y los ancianos en especial. En cualquier caso, las principales arterias aceleran el tráfico en detrimento de peatones y ciclistas, quienes tienen que buscar puentes y esperar a que cambien las luces de los semáforos. Además, claro, los habitantes de la zona padecen el ruido, la mugre y el elevado riesgo de accidente, por mencionar sus quejas justificadas acerca de esta forma moderna de robo de tierra.
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¿Quién es dueño de las calles? Cuando esta pregunta se decidió a favor del automóvil, en las primeras décadas del siglo, nadie podría haber sabido que un día el dominio del coche se derramaría sobre las calles en concreto y asfalto. Siempre y cuando fueran sólo disposiciones públicas las que mantuvieran la primacía del automóvil; de hecho siempre y cuando el poder bruto del motor fuera quien aplanara su propio camino, este domino era todavía controlable. Pero ahora, ahora que ha sido institucionalizado en forma de vías rápidas y estructuras residenciales, ese domino parece casi natural. Más aún: algunas calles ya no sirven más que como espacio dedicado al tránsito. No sólo no se permite a los peatones transitar por ellas, sino que, peor aún, no pueden circular por ahí. Donde el espacio está esculpido de tal modo que el derecho de paso del automóvil tenga cabida, poco queda para que el peatón experimente, vea, o haga algo. El espacio diseñado para la velocidad destruye el espacio dedicado al peatón.
Los peatones (y ciclistas) aman la minucia y lo incidental. Se sienten bien ahí donde los edificios adoptan diferentes facetas, donde el ojo puede vagar entre árboles, jardines, balcones; donde haya gente a quien toparse o a quien ver; donde puedan demorarse, unirse e involucrarse; donde una multitud de impresiones y estímulos salga al paso en medio del breve trayecto. El área que uno puede cubrir a pie corresponde al espacio entretejido, múltiple y rico en sucesos.
La situación es totalmente distinta para los conductores: odian las sorpresas y exigen que las cosas sean predecibles; sólo la extensa monotonía les da seguridad; sólo los grandes espectaculares logran captar su atención; sólo las rutas rectas, amplias y sin contratiempos les garantizan un tránsito veloz y sin interrupciones. El conductor tolera la variedad sólo cuando está enmarcada dentro del ritmo de los kilómetros, mientras que para el peatón el espacio hecho para la velocidad es impersonal y tedioso.
El automóvil ha contribuido de manera significativa a la ruina del “ecosistema” social y estructural en que los peatones y los ciclistas se sienten en casa. El peatón necesita un lugar denso, interrelacionado e incluso enredado. No sin razón es que los lugares que construyen los habitantes a su medida por momentos parecen laberintos –aquí uno piensa en una medina musulmana o en una ciudad medieval. El laberinto es la estructura ideal para la gente que depende de la propulsión de sus piernas: acompasa en el espacio más estrecho posible un mundo multifacético y crea una sensación de seguridad para quienes pasan sus vidas dentro de él (aun cuando cause confusión en los extraños).
Lo opuesto al laberinto es el espacio planeado para el automóvil; al priorizar el tránsito expedito, es imposible que el entorno dé lugar al peatón. La consecuencia más decisiva de la motorización es la destrucción de las bases vitales para el movimiento no motorizado –y esto se aplica también para los autos “limpios”. Como bien dice un dicho en la ciudad de Los Ángeles, “los peatones son personas que van o vienen de sus autos”. El automóvil ha organizado para sí un monopolio radical, uno que obliga no a otras compañías sino a los demás estilos de vida a desparecer.
Wolfgang Sachs. Traducción del inglés de Pablo Duarte (fragmento de For Love of the Automobile, University of California Press, 1992).
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